miércoles, 12 de octubre de 2011

"Ética de una barbarie refinada"

Hoy en día, la ética nace de la cultura económica capitalista. Y quien no lo reconozca es un hipócrita. Pero estamos tan gordos, tan bien educados, tan satisfechos de nosotros mismos, que nos es indiferente el hecho de que esta cultura sea pan y mezquindad al mismo tiempo. Es trágico comprobar que la gran mayoría sólo se metería en la piel de un revolucionario, si viera amenazado el suministro de pan; como si la mezquindad no existiera o no pudiera ser detectada hasta que deja de alimentarnos.

Ya no se conquistan países, se conquistan economías. Las iniciativas coloniales ya no las protagoniza la ambición material y territorial de nobles y reyes absolutos, sino la de corporaciones transnacionales y bancos.

La ética capitalista consiste en asegurar un equilibrio determinado que sirva de base y, a su vez, permita el «crecimiento». Es decir, el sentido de la vida para la mentalidad económica capitalista es simple y llanamente subsistir, y hacerlo de tal manera que el rendimiento del capital aumente. El sentido de la vida es, pues, generar plusvalías. El «ser» y el «capital» se han igualado por completo.

¿Por qué se producen las crisis económicas? porque la dinámica especulativa que acompaña indisolublemente al capitalismo neoliberal, alcanza tales picos de ambición y codicia que desestabilizan la ordinaria suma de ambiciones; siendo los mecanismos correctivos meramente prácticos, no éticos; pues no se sacrifica el beneficio para aliviar a quienes realmente sufren las consecuencias (las clases populares), sino para intentar por todos los medios recuperar lo perdido: la sonrisa del monstruo.


El sistema capitalista actual es presa de su propio bagaje, de sus incalculables éxitos materiales, de su descomunal inercia, en la que ya muchos son arrastrados contra su voluntad, como quien mira a través de la ventana de un avión sabiendo que, tarde o temprano, acabará por estrellarse.

El Neoliberalismo no supone otra cosa que quitar las ataduras que impedían a esta bestia campar a sus anchas, y convertir el mundo en un inmenso campo de batalla financiero, en donde librar una incesantemente y despiadada guerra por alcanzar la supremacía económica, sin tener en cuenta que los limitados recursos naturales de este planeta empiezan a dibujar su ocaso.

La economía capitalista avanza y crece, progresa, porque en su intimidad persiste la idea de que, si se puede, se debe producir y obtener más, cueste lo que cueste. Es decir, no porque se piense que esto sea bueno en sí mismo, lo mejor para la humanidad, sino porque reportará más riqueza a los que ya de por sí son ricos, a los que pretenden serlo, y algo más de pan a los que se han empeñado en vivir la vida que unos pocos miserables han diseñado. Esto concede, pues, a la riqueza el rango y el valor absolutos, hasta el punto que se asimilan con extrema facilidad riqueza y felicidad, siendo los medios masivos de comunicación voceros y heraldos de esta buena nueva.

La publicidad, principal herramienta de portavocía de la mentalidad económica capitalista, nos bombardea diariamente con anuncios de empresas que nos impelen a adquirir sus productos, porque gracias a ellos viviremos más, gozaremos de mejor salud, oleremos mejor, ligaremos más, despertaremos más envidias, o pagaremos menos por nuestros recibos...etc. Todo lo que sea necesario para presentar este mundo como el mejor de los mundos posibles, y alimentar en nosotros las expectativas necesarias para captarnos como cliente. La publicidad supone un canto de sirena, y al mismo tiempo un culto a la inexorabilidad del no poder ser de otra manera; porque explota, deliberadamente y sin remordimiento alguno, la imagen del «hombre satisfecho de sí mismo», al que sólo le resta una cosa para ser plenamente feliz: adquirir el producto que se le oferta y participar de una arcadia donde no hay otra esencia que gozar de sus bondades. Así, día tras día, este bombardeo incesante va desgastando las conciencias, adhiriéndose como un sustrato adiposo. Hasta que un día nos descubrimos a nosotros mismos como espectros errantes, cuyos actos son meramente una pose, y cuyas palabras son préstamos ...son eslóganes.

La publicidad no puede mostrar explícitamente lo que busca, y lo enmascara de mil formas, con tal de que no se perciba el hedor del interés, el aroma del negocio. Si analizamos la publicidad, en ella se disfraza el objetivo real en base a presentar el producto como si tras él se expresara una iniciativa sin ánimo de lucro, motivada por algún tipo de extraña y misteriosa filantropía, invocando para ello, vil y estratégicamente, nuestros sentimientos más genuinos y puros, de tal forma que los confunden y centrifugan con el producto. ¿Quién no quiere comprar la chocolatina que dice de sí misma que está hecha específicamente para los niños, y que permite a un padre sorprender y alegrar la tarde a su hijo cuando sale del colegio? No pueden mostrar la verdad, porque saben que el negocio es mezquindad, y la mezquindad genera rechazo. La hipocresía y la mentira es la base del éxito publicitario. Todos dicen lo mismo: trabajamos para usted, hemos mejorado nuestro producto para usted, hemos decidido regalarle un tanto por ciento por usted, rebajamos nuestros precios para usted. Todo es mentira. El marketing es una fábrica constante de mentiras con un único fin: incrementar las ventas y demostrar que el departamento de marketing puede justificar su sueldo. Lo demás es poesía y ni siquiera eso. Se nos dice que con sus productos no solo mejoraremos de cara a la sociedad, sino que incluso en nuestro fuero interno nos sentiremos mejor y seremos más felices, porque lo principal en la vida es divertirse, oler bien, eliminar arrugas, ligar mucho, despertar envidias, y acumular dinero. Y quien se oponga es un anarquista, un subversivo, un débil y un resentido, que atenta contra la humanidad, porque se sitúa en contra del gusto popular y del sistema que asegura, o al menos intenta asegurar, el sustento familiar a las personas que componen esta nueva sociedad. Quien no acepte sobrevivir así, que mire hacia otro lado, que emigre, que escriba un blog, publique un libro, o protagonice vídeos en Internet e intente rivalizar ganándose algo de popularidad. La mentalidad capitalista lo tiene todo dispuesto para absorber la rebelión, para engullir y amortiguar su empuje, sabedora de que controla los cauces de producción, y de que trata con una sociedad que prefiere sobrevivir de rodillas a pasar hambre de pie. Porque el capital nos tiene, como dice la expresión popular, cogidos por los huevos.

La mentalidad económica exige cada día más control. Por ello, no se contenta sólo con proporcionar un sustrato de bienestar a los ricos y no tan ricos, a los que acumulan y a los que hacen posible esa acumulación, también quiere controlar aquellos intervalos de tiempo en teoría no-productivos: el tiempo-libre. El mecanismo de control que, a su vez, redunda en una nueva forma de crecimiento económico, y, por lo tanto, constituye un círculo vicioso que lo impregna todo, es el ocio. El ocio es la herramienta que le faltaba a la mentalidad económica para conseguir dos objetivos principales: controlar y asegurar la demanda, y fijar la mentalidad de las clases productivo-consumistas. Lo cual no difiere mucho de la función ejercida por el circo romano, pues el ocio actual, al igual que éste carece de ética, precisamente porque, como ya hemos visto, la Ética en una sociedad capitalista está supeditada a los intereses económicos, en subsistir y crecer; para lo cual se sirve fraudulentamente de los valores de la tradición religiosa, extrayendo los jugos que más le interesa conservar, porque ayudan a asegurar el statu quo que lo hace posible.

Por ejemplo, la ética de una empresa consiste en sentar las bases necesarias para que sus miembros no se despedacen entre ellos, aunque la empresa en cuestión se dedique a despedazar empleados, clientes y competidores. De la misma forma, si la Coalición Internacional decide intervenir en un país en guerra, no es tanto por humanitarismo, como para extirpar la célula cancerosa que está amenazando el buen funcionamiento de los mercados.

Y el ocio en occidente es una bendición si lo comparamos con lo que ocurre con las economías emergentes, como la de China. Allí la mentalidad económica es literalmente Dios, el sentido de la vida trabajar, y el ocio trabajar más. En primer lugar, el comunismo era «la cuestión de la torre de Babel, que se construye sin Dios, no para alcanzar los cielos desde la tierra, sino para bajar los cielos a la tierra», identificando como única fuente de opresión al capital y a los abusos de la burguesía, cuando en realidad no hay mayor agente opresor que el miedo y la muerte; algo que supieron explotar rápida y eficazmente los totalitarismos tanto de derechas como de izquierdas. Se tergiversó de tal manera el socialismo, que los niños fueron y son educados en la esclavitud, creyéndose constructores de la libertad, simplemente porque se ha sabido cambiar astutamente los epígrafes, sustituyendo esclavitud por lealtad, en este caso, a su gran benefactor y libertador, quien les hubo privado de la imposición de los unos sobre los otros, a base de arrogarse la libertad de todos. Así, fue el terror, la violencia, y la muerte lo único que se extendió y socializó realmente.

Ahora, sin embargo, asistimos a la apertura de esta descomunal mano de obra hacia el Capitalismo; lo cual parecía impensable hace medio siglo. La mano de obra China es, sin lugar a dudas, insuperable; de lo que ha dado buena cuenta el interés manufacturador suscitado durante décadas en gran parte de las corporaciones multinacionales occidentales. Es como si en la antigua Roma todos hubieran sido educados para trabajar en las minas, o como si la civilización espartana hubiera transformado a los hoplitas en costureras incansables. En el fondo, no se trataba o se trata de ideologías de izquierdas o de derechas, se trata de tener sometido al pueblo bajo la dictadura del Uno. Es decir, en realidad, las revoluciones marxistas y nacionalsocialistas no entrañaron revolución alguna, fueron una manera cruel y sanguinaria de reinventar la dictadura. La dialéctica hegeliana se convirtió, de pronto, en la excusa y el ardid de genocidas y tiranos, que con sus psicopáticas purgas, lograron amedrentar a toda la población.

El Capitalismo, por su parte, no necesitó aniquilar la libertad y la democracia a base de imposiciones claramente totalitarias. Fue mucho más sutil. Se sabía que el capital concilia mejor que nadie, y que, por sí solo, tiene el poder de hacernos salivar como el perro de Paulov; que la manía que tenemos los seres humanos de alimentarnos y, al mismo tiempo, de fascinarnos con los bienes materiales, ya nos hace voluntariamente esclavos, prestos a sobreponernos a la inanidad de nuestras propias vidas, sobrexcitando nuestro inherente egoísmo – tarea de la que se ocupa la cultura de masas hasta llegar a lo obsceno, al paroxismo –. En definitiva, se sabía que el capital, aliado con el subsuelo del hombre, ya se encargaba de hacer el trabajo sucio. Se consiguió que muy pocos supieran lo que realmente ocurría en la cima del zigurat, sintiendo lentamente, casi por fascículos, las consecuencias de sus excesos, de su monstruosa voluptuosidad.
Nos hicieron creer que los ricos estaban allí por méritos propios y, sobre todo, honrados. Y que, por lo tanto, con esfuerzo y dedicación nosotros también podríamos alcanzar algún día la cima del Olimpo. Sin embargo, las crisis económicas, de alguna forma, suponen correr la cortina en la que trataba de ocultarse el Mago de Oz, y resolver el logaritmo que serpenteaba por las grandes plazas bursátiles. Y esa verdad consiste en que vivimos en una dictadura mercantil, en una plutocracia, a la que se han ido plegando, poco a poco, los gobiernos estatales, convirtiendo el sufragio en una simulación, en una ilusión democrática. No somos dueños de nuestro destino porque, a su vez, los gobiernos a los que votamos, no lo son del suyo propio; siendo tristísimo comprobar cómo los fondos públicos nos abandonan – demostrándose que quizás nunca fue correcto considerarlos como nuestros – y son entregados a la cúpula, avara e inmisericorde, que domina el mundo.

Así, en occidente, las grandes revoluciones quedaron atajadas bajo el cebo de las urnas, el peso asfixiante de la burocracia, y las explosivas tentaciones de la cultura de consumo, señaladas como coletazos de un estéril, prosaico, y caduco, romanticismo. Los éxitos materiales y comunicacionales de la mentalidad capitalista, el haber civilizado a casi toda la población, tutelada por su inasible omnipresencia, hacía casi imposible que alguien aceptara en su sano juicio romper las cadenas, dar la espalda al sistema, y mirar fijamente al sol, poniendo en peligro las sombras que configuraban el orden establecido; las cuales nos habían permitido, entre otras cosas, vivir con cierta tranquilidad sin tener que coger un fusil, disfrutar de nuestras posesiones materiales sin tener que atrincherarnos en medio de un apocalipsis bélico, y asumir como real y propia lo que era y es en realidad una representación teatral de la libertad.

Para triunfar y asegurarse el sustento se ha de sacrificar la subjetividad – si es que todavía queda algo de ella – en aras de la hiperreglada e hipercifrada objetividad imperante. Tienes que seguir el camino de baldosas amarillas, o te quedas fuera, en la periferia, muerto de hambre. Porque la tierra ya no nos pertenece, porque cada milímetro del mundo ha sido patentado y privatizado, e introducido en la caja fuerte de algún paraíso fiscal. No es de extrañar, que ya existan vagabundos que prefieren mantenerse en la pobreza antes que sobrevivir teniendo que besar todos los días su imagen en el espejo como Judas besó a Jesucristo.

La mentalidad capitalista se ha encargado celosamente de intentar sabotear los pilares de una posible respuesta, creando nuevas y llamativas catedrales de consumo, con numerosas y amplísimas plazas de aparcamiento, tiendas y restaurantes. Todo lo que podemos desear está allí, inoculándonos un particular sentido del ridículo si no seguimos las modas y los pasos de sus iconos.

Nos complacen las modas porque la novedad nos sirve de antídoto contra nuestra propia inanidad, contra la realidad más profunda del tiempo cuando el «ser» es expulsado de la existencia: el aburrimiento, el tedio. Pero no sólo nos sentimos cómodos en las modas, también en las tradiciones populares, en la costumbre; porque en ellas encontramos una especie de identidad comunitaria, que nos sirve para amortiguar la angustia y sobreponernos al ridículo. No porque la moda o la tradición no puedan ser ridículas en sí (que suelen serlo), sino porque su popularidad asfixia la crítica y nos convierte en uno más… en anónimos. El sentimiento de integración o, simplemente, de no-exclusión, sentirse cobijado en una sociedad, en un grupo, es, en muchas ocasiones, más fuerte que la crítica, y fuente de grandes traiciones a la conciencia. Es como si cada tradición y cada moda estuviera custodiada por una Palas Atenea que, con extrema severidad, amenaza con aniquilarnos si no se participa de la repetición; aunque en realidad esta presencia no sea más que la proyección anticipada del rechazo de la mayoría practicante. Hay que ser valiente para asumir una soledad de este tipo. El resultado es que muchos repiten el fenómeno de manera estética, mecánica, sin presencia activa de la conciencia; en definitiva, sin autenticidad. Lo único que puede impedir esto, evidentemente, es actualizarse con el origen, conectar con la raíz de tales fenómenos y juzgar si en nuestro interior podemos hallar algún tipo de identificación positiva; pues, de lo contrario, nada impedirá que terminemos haciendo y diciendo lo que los demás hacen y dicen, cuando a su vez éstos mismos no saben lo que hacen y dicen. 

Manuel G. Sesma
(Licenciado en Historia, Geografía e Historia del arte. Universidad de Murcia). 

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