jueves, 12 de enero de 2012

Del déficit democrático a la bancarrota política

Hablar del déficit democrático de la Europa unida no es novedad. Pero este déficit crónico amenaza ahora con efectos próximos a una bancarrota política. Desde siempre se ha reprochado a las instituciones europeas que no hayan adquirido la calidad propia de un sistema indiscutiblemente democrático. Es todavía muy remota la participación ciudadana en la designación de sus autoridades. Y tampoco existe una vía clara para exigirles responsabilidades políticas por su actuación. Estamos ante una clara anomalía democrática que se traduce en déficit de reconocimiento y legitimidad: la ciudadanía tiene escaso conocimiento de cómo se decide en el ámbito de la UE y tiene poca conciencia de lo mucho que estas decisiones influyen en sus vidas. De ahí la baja participación en las elecciones europeas y la limitada atención que la opinión popular ha prestado generalmente a la política comunitaria.
Pero algo está cambiando. Tres años de crisis sin fin han revelado con crudeza un cuadro político alarmante. Se hace más perceptible para la ciudadanía que los Estados y sus Gobiernos ya no pueden sortear los obstáculos que se oponen a un modelo socioeconómico trabajosamente construido en Europa en los últimos 50 años. Escuchan a menudo que este modelo ya no puede ser eficazmente protegido por las instituciones de sus Estados. Porque estas instituciones están a merced de lo que determinan transacciones poco transparentes entre los poderes financieros y un núcleo reducido de líderes europeos estrechamente condicionados por esos mismos poderes. Cuando aquellas transacciones se formalizan como decisiones de las instituciones europeas, se debilita todavía más la sintonía entre estas instituciones y una ciudadanía que no entiende por qué el salvamento de un sistema financiero que ha dado pruebas escasas de competencia -y todavía más escasas de otras virtudes- tiene prioridad sobre la protección de un conjunto de derechos personales y colectivos conseguidos con gran esfuerzo y formalmente reconocidos en solemnes textos constitucionales.

No entro en el debate sobre si las medidas de austeridad impuestas por aquellas transacciones son las más adecuadas para conseguir el crecimiento pretendido, ese crecimiento que serviría en principio para saldar las deudas pendientes y rehacer con el ahorro de todos la posición de unos actores financieros privados de quienes depende el flujo crediticio. No pocos expertos sostienen que esta medicina hará poco o nada para sanar al enfermo.

Lo que me interesa señalar aquí es que cada vez está más claro para gran parte de la opinión europea que este circuito de decisiones, su contenido y sus inmediatas consecuencias no concuerdan con legítimas expectativas ciudadanas y contradicen los derechos que legitiman la existencia misma de una autoridad política europea. El viejo déficit democrático de la Unión avanza así peligrosamente hacia una declaración de quiebra, para seguir con metáforas mercantiles. Y de una quiebra se sigue fatalmente la liquidación de la entidad.

La quiebra se produce cuando el activo -un legado histórico de afirmación democrática y de progreso socioeconómico equilibrado- se ve superado por el pasivo. Es decir, cuando se evapora la posibilidad de que las obligaciones contraídas sean cumplimentadas. Las obligaciones contraídas por la UE en sus textos fundacionales han sido la preservación de valores políticos básicos: justicia social, protección de las libertades, participación ciudadana, responsabilidad efectiva de sus dirigentes. En este momento, hay datos para dudar de que estas obligaciones sean satisfechas: aumenta la desigualdad económica, se limitan libertades ciudadanas, se obstaculiza la participación popular y se hace cada vez más remoto el control sobre unos gobernantes que se amparan en el dogma tecnocrático. Parece como si las obligaciones financieras con los "mercados" fueran prioritarias y debieran anteponerse a las obligaciones políticas para con la ciudadanía.

En estas condiciones, el crédito de la Unión Europea ante sus acreedores principales -los ciudadanos- se está agotando. Lo señalan las encuestas y la emergencia de corrientes euroescépticas o claramente antieuropeas. Es el resultado de la desigual atención que los dirigentes europeos han prestado a las urgencias de los "mercados", por un lado, y a las exigencias de la democracia, por otro. Mientras se empeñaban en reducir a cualquier precio el déficit financiero, han ignorado el aumento de un déficit democrático que puede conducir a una quiebra de legitimidad en todo el edificio de la Unión. Mal negocio sería, pues, para los ciudadanos si el más que dudoso éxito en lo financiero se viera acompañado finalmente por una bancarrota política.

Josep M. Vallès es catedrático emérito de Ciencia Política (UAB).
El País

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