lunes, 12 de marzo de 2012

El papel del Estado en la crisis contemporánea del capitalismo

Indignados unos, decepcionados otros, se sorprenden de que el Estado contemporáneo despliegue su fuerza y poderío contra las clases explotadas y oprimidas de las sociedades en la defensa incondicional de los intereses generales del capital. Intelectuales, politólogos, sociólogos, militantes de partido y expertos en estos asuntos, ponen el grito en el cielo al constatar esta realidad, que expresa la profunda contradicción, y lucha, entre las clases sociales donde, hasta ahora, el gran ganador de la contienda desigual ha sido el gran capital que despliega sus políticas de ajuste estructural y de austeridad social en la defensa de sus tasas de lucro, de sus empresas y del sistema que reproduce sus intereses como clase dominante en lo económico, lo político y lo social. 

Es esta una política global, una política de clase, que no conoce límites más que los que delimita los intereses del capital y de las clases dominantes que recurren a todo tipo de recursos, incluyendo la violencia, para conseguir sus objetivos. Hoy en día, esto se ve claramente en los países de la Unión Europea (UE), en especial, en los del Sur, en donde se han impuesto severas medidas de austeridad contra la población trabajadora y la ciudadanía en general en una verdadera orgía de incremento de los impuestos, como el impuesto al valor agregado, reducción de los sueldos y salarios, despidos masivos de personal, reducción del monto de las pensiones y aumento del tiempo para la jubilación; aumento del tiempo de trabajo, reducción de las prestaciones sociales, ataques a la educación y a la salud; disminución de los créditos para la adquisición de vivienda, liquidación y/o privatización de empresas públicas en ramos vitales como telefonía, electricidad, correos, etcétera. 

Los clásicos del marxismo establecieron una concepción general, abstracta, del Estado capitalista como un instrumento de dominación y de sojuzgamiento de las clases explotadas y oprimidas de la sociedad por las fracciones minoritarias de las clases dominantes que —mediante distintos aparatos ideológicos, instrumentos e instituciones como son las cárceles, los destacamentos militares y paramilitares, las leyes y los ordenamientos judiciales, la escuela y los medios de comunicación de masas —, lo mantienen en su poder y le imprimen su lógica hasta el grado de sobredeterminar la vida cotidiana de las personas. 

Frente a aquéllas concepciones ideológicas, conservadoras y liberales del Estado, hay que subrayar que el sistema capitalista, en tanto modo de producción, de dominación y formación social, ideológica y jurídico-política, no podría existir sin la existencia y la permanente intervención del Estado. Este tiene como función esencial mantener el orden y extirpar a todos aquéllos individuos, fuerzas, poderes y contrapoderes que auspicien su caída o lo pongan en peligro. 

Si bien el Estado, en determinadas coyunturas histórico-políticas, asume —y puede asumir una cierta autonomía relativa frente a las clases sociales o, aparentemente, por encima de ellas (a lo que aluden las nociones de cesarismo y bonapartismo)—, sin embargo, históricamente su papel es mantener funcionando, aunque contradictoriamente y con dificultades, al sistema del capital mediante la reproducción de sus componentes básicos como son la propiedad privada de los medios de producción y de consumo, la garantía de mantener el régimen de explotación del trabajo por el capital, la preservación de las economías de mercado y del trabajo asalariado; en una palabra, para decirlo sintéticamente con István Mészáros, con el fin de garantizar las mediaciones de segundo orden del modo de control metabólico social del capital , que corresponden a la reproductibilidad esencial del capitalismo para la producción de valor, de plusvalía y de ganancias. El autor concluye que, a través de estas mediaciones de segundo orden, todas las funciones primarias (como por ejemplo la naturaleza, la población, la familia y la comunidad, la cultura, el arte y el ocio) del metabolismo social en general, se ven alteradas con el fin de ajustarlas y someterlas a las necesidades de autoexpansión del sistema, que es un sistema fetichista y alienante que debe subordinar absolutamente todo al imperativo de la acumulación y reproducción del capital. De aquí que el sistema político y económico de éste último es absolutamente intolerante con todas aquéllas formas de producción, de organización de la vida social y comunitaria, autogestivas, que no se dobleguen a las "reglas del juego" que dictan el mercado y el Estado, que es también un Estado capitalista. Ciertamente, pueden "coexistir en determinados tiempos y espacios con él; pero tarde o temprano, éste reacciona y termina por subsumirlas realmente bajo sus condiciones mercantilistas y depredadoras. Pero cuando éstas no se logran imponer por métodos "persuasivos", de consenso, entonces utiliza la violencia física, psíquica y la represión hasta que las logran controlar y desvanecer. 

Dentro de la dominación general que garantiza el Estado, cabe destacar el papel de la ideología y de los medios de comunicación como verdaderos artífices y trasmisores de la ideología de las clases dominantes, nacionales e internacionales. El objetivo de la primera es domesticar y/o neutralizar la conciencia de clase de las masas para amoldarla e identificarla con los valores centrales y principios de la sociedad burguesa, de tal manera que las personas pierdan la iniciativa de transformación del orden, porque piensan que éste es, en sí mismo, "suficiente" para "resolver" y "satisfacer" sus problemas y necesidades. 

En tanto que los medios de comunicación e información de masas —controlados y manipulados electrónicamente— tienen como fin construir y presentar mediáticamente al mundo capitalista como el único posible, sin el que no son, siquiera, concebibles otras formas de vida, de trabajo y de existencia humana. Se trata de convencer a la gente de que los principios de la competencia entre los seres humanos, la "destrucción creativa" de empresas, hombres y naturaleza, el individualismo, el egoísmo, el racismo y el instinto de supervivencia, constituyen los ejes motores de toda acción humana que son perfectamente compatibles con el orden establecido por el sistema capitalista. ¡Que todo es cuestión de tiempo y de paciencia! 

Es este el contexto general que justifica que la crisis del capital —producto de fuertes contradicciones y desequilibrios macroeconómicos y sociopolíticos— es una condición necesaria, aunque "dolorosa", para preservar el desarrollo del capitalismo. En este sentido, los ideólogos del sistema, sean miembros del Estado o de la burguesía, de sus aparatos de dominación o de los partidos políticos, siempre hablan de esta crisis y la caracterizan como un "mal necesario" de la humanidad; pero que, sin embargo, es controlable y factible de ser superada. De esta manera se empañan los proyectos y las iniciativas de las clases subalternas, populares y obreras, para luchar por una alternativa frente a una crisis que es sistémica e inexorable. Aquí el Estado burgués desempeña, junto con los organismos protocapitalistas e imperialistas, como el FMI y el BM, un papel esencial durante las crisis que son cada vez más recurrentes, profundas, prolongadas y, como hoy se estila decir, sistémicas: porque operan como un mecanismo consubstancial de su funcionamiento. 

La crisis actual del capital, como hemos sostenido en otras ocasiones, se deriva de las dificultades para producir plusvalor en la escala suficiente que requiere el sistema para reproducirse en escala ampliada. Al no conseguirlo, masas crecientes de recursos financieros y humanos se concentran en las arcas de los bancos, de las bolsas de valores, en las inmobiliarias y compañías de seguros, etc. para conseguir su "valorización" ficticia ampliando, de este modo, la concentración y centralización del capital en unas cuantas manos (el 1% de la humanidad) que se enriquecen día a día a costa de castigar severamente las condiciones generales de vida, ambientales y de trabajo de la población. 

Entre otros autores que se han ocupado del tema, David Harvey menciona que el capital ficticio tiene un valor en dinero nominal y respalda su existencia en documentos —como pueden ser los bonos del tesoro— pero que, en un momento dado en el tiempo, carece de respaldo en términos de la actividad productiva real o de activos físicos colaterales. Sin embargo, para un capitalista especulador su riqueza es tan tangible y material como la que produce millones de trabajadores, los cuales, por supuesto, no la poseen ni la hacen en su beneficio, sino para los intereses de los no trabajadores. 

En la coyuntura actual de la crisis internacional del capital, el papel del Estado ha sido, ¡y es!, la de dejar intocada esta situación —incluso: salvaguardarla— para coadyuvar a fortalecer al capital ficticio con una serie de medidas y políticas de cuño neoliberal que protegen los intereses de las clases parasitarias del mundo y castigan los ciclos productivos y los procesos de trabajo encaminados a la producción de valor y de plusvalor. 

Se preguntará, entonces, a quien conviene un esquema de esta naturaleza, y la respuesta es que para el capital en general no es importante donde se invierta, sino estratégicamente en donde puede hacerlo para obtener beneficios ilimitados, no importando si esto lo hace en la industria de armamentos, en la destrucción de la naturaleza o en la producción de transgénicos o, finalmente, en la bolsa de valores o en la venta de cosméticos. 

El sistema capitalista neoliberal actual es enteramente favorable para alcanzar estos objetivos en la economía mundial, porque es justamente el capital ficticio, es decir, el capital financiero especulativo, el que mantiene el predominio —frente a otras fracciones del capital. Y si bien no crea riqueza, ni empleos productivos, ni remuneraciones para los trabajadores, y es enteramente responsable de las bajas tasas de crecimiento del capitalismo en su actual fase neoliberal, sin embargo, sí produce ganancias para sus ricos poseedores y para ello cuenta con el apoyo incondicional del Estado. 

Adrián Sotelo Valencia
Rebelión

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