martes, 30 de abril de 2013

El escrache como derecho fundamental

En los últimos días viene siendo objeto de polémica el escrache como medio de reivindicación. Mientras unos sostienen su legitimidad, otros afirman que se trata de una coacción intolerable, una vejación, un método propio del fascismo o una forma de coartar la libertad de voto del Diputado o Senador. Ante tal debate, el propósito de estas líneas es el de contribuir a esclarecer, desde un prisma exclusivamente jurídico, la legitimidad constitucional del escrache como medio de manifestar la crítica frente a la actuación de los Poderes Públicos.

Para ello, hemos de empezar diciendo que el derecho de manifestación o concentración en lugares públicos es un derecho fundamental reconocido en el art.21 de la Constitución y desarrollado por la LO 9/83 de 15 de julio; regulado en el Convenio Europeo de Derechos Humanos de 4 de noviembre de 1950 (art.11); en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de Nueva York de 19 de diciembre de 1966 (art.21); y más recientemente en el art.12 de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea.

El derecho de manifestación es una proyección colectiva de la libertad de expresión efectuada través de una asociación transitoria de personas que opera de manera instrumental al servicio del intercambio o exposición de ideas, defensa de intereses, publicidad de problemas y reivindicaciones (STC 301/2006), siendo por ello un cauce del participación democrática que se configura de tres elementos: una agrupación de personas de carácter transitorio (temporal), con finalidad lícita (licitud) y en un lugar de tránsito público (espacial). Es un derecho de especial importancia en un Estado Social y Democrático de Derecho, como expresión del principio de democracia participativa, pues para muchos grupos sociales es uno de los pocos medios de los que disponen para expresar públicamente sus ideas y reivindicaciones (STC 301/06 y 236/07)

Por otro lado, el escrache no es otra cosa que el nombre dado en Argentina, Uruguay y España a un tipo de manifestación pacífica en la que un grupo de activistas de Derechos Humanos se dirige al domicilio o lugar de trabajo de alguien a quien se quiere denunciar. Se trata de un método de protesta basado en la acción directa que tiene como fin que los reclamos se hagan conocidos a la opinión pública.

Así definido, el escrache no es más que el derecho de manifestación con una sola peculiaridad definitoria: el lugar en que se ejerce, que coincide siempre con los alrededores del domicilio o lugar de trabajo de alguien a quien se quiere denunciar, generalmente una persona con responsabilidad pública, un cargo público.

Por tanto, nos hallamos ante una forma de protesta pacífica, en la vía pública y dirigida frente a quien tiene una responsabilidad pública, con la finalidad de defender los Derechos Humanos o cualquier otra reivindicación legítima.

En el caso del escrache que estamos viendo en el Reino de España en los medios de comunicación se trata de un conjunto de personas  afectadas por la legislación hipotecaria que pretenden convencer a los Diputados del partido político con mayoría absoluta de que es necesario un determinado cambio legislativo, manifestándose delante de sus domicilios, en la vía pública.

Resulta obvio, hasta aquí, que el derecho de manifestación ampara esta conducta que conocemos como escrache. Por tanto, hemos de partir que el escrache como forma pacífica de manifestación es uno de los expectativas garantizadas por el derecho fundamental y, por tanto, constituye parte de su objeto, pues es una manifestación colectiva de la libertad de expresión ejercitada a través de una asociación transitoria de personas, que opera a modo de técnica instrumental puesta al servicio del intercambio o exposición de ideas, la defensa de intereses o la publicidad de problemas y reivindicaciones (STC 195/03, 66/95, 85/88, etc ).

Por otro lado, es evidente que toda manifestación o reunión en un lugar de tránsito público ocasiona cierto grado de desorden en el desarrollo de la vida cotidiana y ciertas molestias, como cortes de tráfico, corte de calles, megafonías…., pero en ausencia de actos de violencia por parte de los manifestantes es importante que los poderes públicos hagan gala de cierta tolerancia ante concentraciones pacíficas, con el fin de que la libertad de reunión no carezca de contenido, incluso en aquellos casos en que no ha sido comunicada previamente a la autoridad competente (STEDH 5 marzo 2009 Baraco contra Francia, STEDH de 17 de julio de 2008, Achouguian contra Armenia ; STEDH 5 diciembre de 2006; Oya Ataman contra Turquía)

El escrache, que se realiza delante del domicilio de un cargo público, es obvio que ocasiona ciertas molestias; no sólo al cargo público, sino también a su familia y vecinos, en tanto en cuanto puede obstaculizar el tráfico, el acceso o salida del domicilio con vehículos, puede causar incomodidades, pues se oyen proclamas o reivindicaciones, consignas, en tono elevado, etc; pero ese tipo de molestias no van más allá que las que causa cualquier manifestación o concentración pacífica a los vecinos de las calles en que tiene lugar o de las molestias que podemos soportar todos los ciudadanos en tiempo de campaña electoral, en que oímos las megafonía de la propaganda electoral a todas horas, se llenan nuestros buzones de cartas de los partidos, incluso se nos llama al teléfono particular para pedirnos el voto, o se nos da propaganda en mano por la calle o también, en fin, se pide el voto “puerta a puerta”.

Por ello, es fácil concluir que las molestias o incomodidades provocadas por una manifestación pacífica delante del domicilio de un Diputado o Senador son transitorias, como toda manifestación, y están dentro del contenido normal del derecho a manifestarse, y los poderes públicos – y el Diputado o Senador lo es- han de tolerarlas para preservar el contenido del derecho de manifestación.

Por supuesto, el derecho de manifestación y el escrache, como una de sus formas, no amparan el insulto, la amenaza o la coacción. Es importante insistir ello. En tales casos nos hallaríamos ante supuestos de abuso del derecho fundamental que encontrarían su tipificación en el CP (620.2, 169, 172, CP, etc), como también la encuentran las reuniones o manifestaciones ilícitas, que son las que se celebran con el fin de cometer algún delito o aquellas en la que concurran personas con armas, artefactos explosivos u objetos contundentes o de cualquier otro modo peligrosos (art.513 CP).

Llegados a este punto la primera conclusión que hemos de dejar clara es que el escrache no es más que un modo de ejercitar un derecho fundamental, el de manifestación, y con él la libertad de expresión y asociación y que, por tanto, no puede criminalizarse, prohibirse o limitarse indiscriminadamente cuando su ejercicio se ajusta a los requisitos del art.21 CE, es decir, un ejercicio pacífico y sin armas, sin peligro para el orden público, las personas o los bienes; puesto que dentro del objeto del derecho fundamental de manifestación y reunión pacífica y sin armas no se hallan conductas como las descritas, que en su máxima gravedad vienen tipificadas en el Código Penal en tanto que atentan contra otros derechos fundamentales: honor, libertad, integridad moral o integridad física. El derecho de reunión o manifestación, siendo un derecho individual de ejercicio colectivo no incluye en su objeto los fines ilícitos (STC 66/85 y art. 1 LO 9/83), y cuando tal ilícito es un delito, la propia reunión o manifestación es delictiva (art.513 CP).

Lo que no es razonable, desde una mínima honestidad intelectual, es confundir los derechos con el abuso de los mismos para acto seguido terminar prohibiéndolos. Ello conduce al absurdo de que como todo derecho es susceptible de un uso abusivo, todo derecho debe ser prohibido, cultura propia de los regímenes autoritarios y que todos recordamos en frases típicas de la transición española como: “tanta libertad lleva al libertinaje”. En este sentido, a menudo se confunde interesadamente el escrache con los insultos, vejaciones o coacciones que personas individuales puedan proferir en momentos puntuales; confusión que no resulta admisible.

Partiendo pues de que el escrache es una modalidad de ejercicio del derecho de manifestación, una segunda conclusión es que el debate público sobre el escrache debe ser un debate de límites en el ejercicio del derecho fundamental. En este punto, los límites han de estar previstos por la ley, ser medias necesarias en una sociedad democrática, entre otros fines para la protección de los derechos y libertades ajenos, en este caso los del Diputado, Senador y sus familias. (vid. art.11.2 CEDDHH)

Es obvio que el de reunión y manifestación no es un derecho ilimitado, sino que encuentra sus límites en el orden público con peligro para personas o bienes o los límites impuestos por la necesidad de evitar que su ejercicio extralimitado entre en colisión con otros valores constitucionales (STC 195/2003). Por tanto, una vez delimitado, que no limitado, el objeto del derecho fundamental que, como queda dicho, excluye conductas que atentan de forma grave contra otros derechos fundamentales; nos hallamos ante una cuestión de colisión de derechos, a saber: el derecho a la manifestación o reunión pacífica y sin armas en lugares públicos en su concreta forma del escrache -por un lado – frente  a la libertad de voto, el derecho a la intimidad personal y familiar y, en su caso, el derecho al honor del Diputado o Senador - por otro-.

En este punto es preciso recordar que los Partidos políticos tienen por misión fundamental concurrir a la formación y manifestación de la voluntad popular (art.6 CE) , que los Diputados pertenecen a un grupo parlamentario al que da apoyo un Partido y que, a su vez, apoya a un Gobierno concreto, hallándose dentro de sus facultades la de votar a favor o en contra de lo que su Partido dicte, pues su voto lo ejerce de forma personal e indelegable (art.79 .3 CE ), en orden a aprobar las leyes. También hay que recordar, como se dijo, que el derecho a manifestarse es una expresión del derecho de participación democrática,  que está al servicio del intercambio o exposición de ideas, defensa de intereses, publicidad de problemas y reivindicaciones.

En primer lugar, dentro de los límites del ejercicio del escrache, hay que plantearse si coarta o cercena la libertad de voto del Diputado o Senador. Abriendo un paréntesis sobre la libertad de voto, hay que apuntar la normalidad con que se acepta, debido a la hipertrofia del poder de los Partidos, las sanciones económicas que estos aplican a los Diputados que se apartan de “la disciplina de partido”. En estos caso, sin embargo, no parece cuestionarse la libertad de voto, lo cuál es digno de reflexión. Cerramos paréntesis.

En el límite de la libertad de voto hay que tener en cuenta que la relación de la representación entre Diputado y representados en una sociedad democrática es bidireccional, y no sólo unidireccional, de forma que el Diputado no se limita a recibir el voto y administrarlo según su criterio o el de su Partido, sino que puede y debe recibir las quejas, críticas, reproches y opiniones de los representados expresados colectivamente a través de manifestaciones pacíficas en lugares de tránsito público que le son cercanos, como la calle de su domicilio. Ello, sin otro añadido, (violencia, amenazas…) no puede considerarse que coarte su libertad de voto, sino que todo lo contrario, la refuerza y enriquece con las ideas, opiniones o críticas que recibe de aquéllos a quienes representa, pues la libertad no puede considerarse como el blindaje frente a opiniones molestas en lugares incómodos o como el anonimato o la incomunicación, por una persona que ha decidido dedicarse a un cargo público y que responde no sólo ante las urnas sino, mientras estas están cerradas, ante los ciudadanos, pues en una democracia participativa éstos no se limitan a decidir cada cuatro años, sino que participan activamente en la vida pública, informándose, opinando y criticando las decisiones de quienes tienen el poder de dictar las leyes que están obligados a acatar.

En este sentido, para tutelar la libertad de voto y el correcto funcionamiento de las Asambleas legislativas, el art .77 CE prohíbe la presentación directa ante las Cámaras de peticiones individuales y colectivas por manifestaciones ciudadanas, con la clara finalidad de evitar que las mismas perturben el buen desarrollo de las sesiones, de forma que el Código Penal castiga manifestarse ante una asamblea legislativa, estatal o autonómica cuando se perturbe el normal funcionamiento de la Cámara (arts.494 y 495 CP). Nótese que aquí el ordenamiento protege al órgano, estando garantizada la protección de sus integrantes, los Diputados o Senadores, por el art.498 que castiga a los que empleen fuerza, violencia, intimidación o amenaza grave para impedir a un miembro del Congreso de los Diputados, del Senado a o de una Asamblea legislativa de comunidad Autónoma asistir a sus reuniones, por idénticos medios, coartaren la libre manifestación de sus opiniones, o la emisión de su voto.

A la vista de lo expuesto, hay que insistir, el escrache entra dentro del ejercicio legítimo del derecho de manifestación pacífico y sin armas y no puede concebirse que el ejercicio de tal derecho fundamental coarte la libertad de voto, por más que se ejercite en la vía pública, ante el domicilio del Diputado o Senador, siempre que no se emplee fuerza, violencia, intimidación o amenaza para coartar la libre manifestación de las opiniones o la emisión del voto. 

Nadie se plantea que coarte la libertad de voto, afecte a la intimidad o al honor el hecho, por lo demás habitual, de que unas decenas de periodistas hagan guardia en la puerta del domicilio de políticos a fin de ejercitar otro derecho fundamental, la libertad de información. Por supuesto, si ello degenera en la agresión, el insulto o la amenaza, estaremos ante otra cuestión bien diversa, pero la mera posibilidad de que eso ocurra no puede suponer la prohibición del ejercicio de un derecho fundamental tan importante como el de información en una sociedad democrática. Ello es importante recalcarlo, puesto que tanto la libertad de información como la libertad de manifestación son pilares fundamentales de toda democracia.

Aclarada la duda de si el escrache coarta la libertad de voto del Diputado o Senador, dentro del capítulo de los límites, la incógnita que resta por despejar es si el ejercicio del derecho de manifestación pacífica y sin armas delante del domicilio de un Diputado supone una intromisión ilegítima en su derecho a la intimidad o al honor

Empecemos por la intimidad, que se considera como un ámbito propio y reservado de las personas cuya efectiva existencia es precisa para tener una calidad mínima de vida humana (STC 231/88)

Del derecho a la intimidad forma parte el right to be alone (STC 134/99 ), el derecho a ser desconocido, a que los demás no sepan qué somos o lo que hacemos, (Vid SSTEDH Caso Leander, Costello-Roberts, etc). Además ese derecho se extiende no sólo al sujeto sino a su familia (STC 196/04), elemento éste que habrá que ponderar en el balancing del derecho a la intimidad del político y su familia y el derecho a manifestación.

Pero el derecho a la intimidad del político tiene distinta extensión que el del ciudadano de a pie, pues quien tienen atribuido el ejercicio de funciones públicas es personaje público en el sentido de que su conducta, su imagen y sus opiniones pueden estar sometidas al escrutinio de los ciudadanos los cuales tienen un interés legítimo a saber cómo se ejerce aquel poder en su nombre. En estos casos, y en tanto lo divulgado o criticado se refiera directamente al ejercicio de las funciones públicas, no puede el individuo oponer sin más los derechos del art.18.1 (SSTC 148/01 y 232/02, entre otras).

Por otro lado, el escrache se desarrolla en la vía pública, que es un lugar no apto para desarrollar la intimidad, y si bien las conductas que supongan molestias excesivas, como los ruidos intensos o incluso los malos olores pueden suponer una intromisión ilegítima en el derecho a la intimidad, el ejercicio del derecho de manifestación de forma transitoria, aún con megafonía, no tiene por que suponer siempre y en todo caso una molestia excesiva que suponga una intromisión en el derecho a la intimidad. (vid. STEDH 9 diciembre 1994; López Ostra contra España, STEDH 16 noviembre 2004; Moreno Gómez contra España)
En cuanto al derecho al honor, que consiste en la fama, la reputación, el buen nombre, el aprecio social;  en definitiva, el derecho a que otros no condicionen negativamente la opinión que los demás tengan de nosotros (STC 49/01), es el ámbito en que quizás se produzca una fricción mayor con el derecho a manifestarse.

En efecto, puede entenderse que con el escrache se “cosifica” al Diputado o Senador, en tanto que se le convierte en un mero medio, objeto de escarnio y estigma para obtener un fin, todo lo legítimo que se quiera. Así, hemos oído, “el fin no justifica los medios”.

En este sentido, en el caso de los cobradores del frac se ha entendido por la jurisprudencia que se trata de conductas que tienen un evidente carácter intimidante o vejatorio (STS, Sala I núm. 306/2001 de 2 abril RJ 2001\3991).

Sin embargo, hay que tener en cuenta que entre ambos supuestos -el caso del cobrador del frac y el escrache- hay diferencias sustanciales y no son en modo alguno asimilables. En primer lugar, el destinatario del escrache no es un sujeto privado  sino  un miembro del Poder Legislativo, y es doctrina constitucional (STC 42/95, 49/01, 105/90) que los personajes públicos, especialmente los políticos, están más obligados a soportar la crítica de los ciudadanos ordinarios, sin que, como es obvio la crítica ampare el derecho al insulto o al menosprecio y la vejación. En segundo lugar, la finalidad de la crítica no es el ámbito privado o personal del Diputado o Senador -como el pago de una deuda- sino su actuación pública, lo cuál nos sitúa en el ámbito de la eficacia vertical de los derechos fundamentales y no en el ámbito de la eficacia horizontal o entre iguales.  Por todo ello, la misma conducta cuando el sujeto pasivo es un sujeto público y la finalidad es criticar su actuación en el cargo público, no es comparable con conductas como las descritas del cobrador del frac y no puede entenderse que sea innecesaria la manifestación ante el propio domicilio, sobre todo cuando los manifestantes forman parte de un movimiento pacífico que ha agotado todas las vías democráticas posibles para cumplir con sus legítimas expectativas.

Como conclusión final, el escrache ante el domicilio de un cargo público, informando a los viandantes de su postura pública, criticándola con dureza, pidiendo y, por qué no, exigiendo, que cambie de postura y todo ello en la vía pública (sin introducirse en su domicilio, insultarlo, vejarlo o cualquier otra conducta que no forme parte del contenido del derecho de manifestación, la libertad de expresión o de opinión) no limita la libertad de voto del político, ni restringe el derecho su derecho a no ser molestado y a ser dejado en paz o su derecho de intimidad o al honor más allá de lo estrictamente necesario para ejercer el derecho de manifestación, pues no olvidemos que la intimidad en el caso de personajes públicos es de menor alcance, dado que ellos mismos han decidido renunciar a parte de esa intimidad para ejercer el poder que afecta a sus conciudadanos y deben soportar críticas tanto más duras cuanto mayor es su posibilidad de ejercer el poder e influir en la vida de sus conciudadanos.

Para terminar, el derecho a la intimidad y al honor del político no garantizan el derecho al anonimato ni a no ser molestado en la medida de lo necesario para que el ciudadano pueda expresar ideas y opiniones de forma conjunta con otros, en la vía pública, de forma pacífica y para fines tan loables como el derecho a una vivienda digna o cualquier otro constitucionalmente legítimo.

El precio que han de pagar en democracia quienes ejercen el poder incluye el deber de soportar las críticas en forma de manifestación de aquellos sobre quien dicho poder se ejerce, aunque sean poco agradables, siempre que las mismas discurran por cauces pacíficos. Entender lo contrario, tachando un derecho fundamental como método propio del fascismo o contrario a la libertad, no es más que una expresión de la degradación del concepto de representación política y un atrincheramiento de la clase política que pretende el ejercicio del poder sin control alguno por parte de los ciudadanos, y no sólo con la consiguiente impunidad que comporta toda falta de control, sino además sin sufrir ninguna incomodidad.

Carlos Hugo Preciado Domènech
Magistrado de lo Social del Tribunal Superior de Justicia de Catalunya
Público.es 
http://blogs.publico.es/dominiopublico/6870/el-escrache-como-derecho-fundamental/

lunes, 22 de abril de 2013

Resistir al miedo, golpear juntos

Llevamos casi cinco años conviviendo con un capitalismo desbocado que no acepta límites. Que avanza sin pudor y aspira a mercantilizarlo todo. La vivienda, la sanidad, la educación, el espacio público, las relaciones afectivas. Para avanzar, este proceso necesita quebrar la autonomía individual y colectiva. Aislar a las personas y reducirlas a la servidumbre, a la impotencia. El consumismo dirigido, la alienación programada, son eso: figuras de la impotencia. La otra es el miedo. A ser desahuciado, a perder un empleo, a no poder pagar las deudas, a ser multado en el metro, a ser expulsado por no tener papeles, a ser detenido en una manifestación o en una ocupación. El individualismo, el miedo, la servidumbre voluntaria e involuntaria, son formas de impotencia que se dan la mano. Todas están en la base de la deudocracia.

Esta historia, desde luego, no es nueva. La deudocracia es hija del neoliberalismo. Y este del afán capitalista de soltar amarras. De librarse de las ataduras impuestas por las luchas y resistencias populares. Tras el hundimiento del socialismo irreal, lo sabemos, la bestia no quiere bozal. No tolera los límites jurídicos, los derechos, las leyes. A menos, claro, que sean sus propias leyes. Las que benefician a los bancos, a los grandes evasores fiscales, a la oscura trama de la cleptocracia. Esas leyes, sí. Las que aseguran la “culpabilidad de las sardinas” y la “impunidad de los tiburones”, como decía la gran Rosa Luxemburgo. Lo otro, los derechos humanos, son un incordio. Una atadura inaceptable. Da igual que se trate de los derechos sociales y ambientales que de los civiles y políticos. La bestia no quiere bozal, ni críticas, ni protestas que se le vayan de las manos. Solo consumidores dóciles y atemorizados. Puede aprobar sin inmutarse normas indecentes que dejan a miles de personas sin trabajo, sin casa y sin futuro. Pero ladra indignada contra un piquete sindical o contra las pegatinas de un escrache. Así, mientras estrangula el Estado social, mientras liquida los bienes comunes, monta el Estado penal, la excepcionalidad punitiva, la vigilancia continua.

La ciudad vigilada, la ciudad del miedo, está en el núcleo de la barbarie neoliberal. Prácticas de disciplina que traspasan los muros de la prisión y se extienden por la metrópolis.

Escáneres en los aeropuertos, huellas digitales, registro de datos en la red, cámaras de vigilancia, seguridad privada en parques y plazas. “La policía en todas partes, la justicia en ninguna” como escribía Víctor Hugo en el siglo XIX. Una especie de guerra de baja intensidad que no se libra en las trincheras sino en los supermercados, en los parques, en el metro, en los sofás de las casas. Una guerra que levanta muros, fronteras y que convierte la ciudad en un gran panóptico en el que todos somos reclusos y guardias. Atentos vigilantes del vecino, convertido en una amenaza. Y junto a esa represión velada, aceptada de manera casi voluntaria, la otra. La represión pura y dura contra los excluidos y contra los disidentes. Huelguistas, activistas sociales, trabajadoras sexuales, graffiteros, mendigos, migrantes sin papeles, jóvenes sin futuro. Todos en el punto de mira de las ordenanzas del civismo, convertidas en auténtica constitución de la ciudad. Todos en el punto de mira de unos códigos penales que se endurecen a medida que aumentan la desigualdad y la resistencia.

La criminalización de la protesta, de la disidencia, tampoco es nueva. Pero se acelera cuando la resistencia crece. Se vio con la irrupción del 15-M, con las huelgas generales, con el rodeo al Parlament de Catalunya, con el 25-S. Primero, el paternalismo condescendiente, la zanahoria. Luego, el palo, el rostro torvo de los gobiernos market friendly. A medida que las políticas de austeridad se han ido intensificando, las derechas y sus cómplices han rivalizado en iniciativas represivas. Hoy, mayor contundencia policial y judicial. Mañana, restricciones al derecho de reunión, prohibición de ocultar el rostro en las manifestaciones y designación de fiscales especializados en “guerrilla urbana”. Más tarde, apertura de sitios en Internet para que los “ciudadanos” puedan delatar a los “antisistema”, ampliación de conductas constitutivas de atentado contra la autoridad, asimilación de las protestas a conductas terroristas o prototerroristas, monitorización policial de las redes sociales.

Es el derecho penal del enemigo. El que no tiene empacho en ir “más allá de la ley”, como decía el consejero catalán Puig. O en recurrir a la “ingeniería jurídica” si hay que quitarse de encima alguna garantía incómoda, como declara el ministro Fernández Díaz. Es el no derecho. El que criminaliza a cualquiera que ose levantar la voz. El que expulsa de las plazas a los indignados, el que trata como “ratas” a los huelguistas y como “nazis” a los desahuciados. Y junto a él, el derecho penal de los amigos. El que se pone al servicio del poder y mira hacia otro lado cuando hay fraude fiscal, el que indulta a los grandes banqueros y promueve o absuelve la violencia policial. Tampoco aquí la originalidad es absoluta. La violencia punitiva del Estado siempre ha encontrado sus enemigos. Y cuando no, los ha inventado. La inquisición persiguió a las campesinas despojadas de sus tierras acusándolas de brujas. Las clases propietarias persiguieron a los obreros acusándolos de degenerados, de hienas, de chusma, de vagos. Vistos con dimensión histórica, calificativos como perro-flautas o  terroristas son variantes, a menudo, de un odio lejano. El que lleva implícita la demofobia, el odio clasista (e incluso racista) de los poderosos a quienes pueden poner en peligro sus privilegios.

Llevamos años, décadas, conviviendo con un capitalismo sin complejos que pretende reducirlo todo a simple mercancía, a beneficio inmediato. Su avance ha dado lugar a múltiples formas de barbarie. Aumento de la pobreza, depresiones, suicidios, centros de internamiento, brotes xenófobos. Pero también está generando, en su afán totalizador, inéditos espacios de solidaridad, de resistencia. Un día es la PAH, el digno de quienes ponen el cuerpo para parar desalojos. Otro, las movilizaciones contra la privatización del agua, las huelgas, las decenas de iniciativas cooperativas, anticapitalistas, que surgen aquí y allá. Después del diluvio neoliberal, estas iniciativas pueden parecer modestas. Pero están consiguiendo el que parecía imposible. Que la clase política que ha gestionado la deudocracia, la cleptocracia, esté más deslegitimada que nunca. Que el régimen bipartidista y monárquico heredado del franquismo y hoy rendido a la troika comience a aparecer como un lastre insoportable. Esta deslegitimación puede, claro, traducirse en resignación, en abandono. Pero puede alimentar, ya lo está haciendo, reacciones de indignación que muten en luchas por la dignidad, por la constitución de algo nuevo. Que eso ocurra no depende de ninguna ley divina. Depende de nosotros. Porque lo que no ha sucedido nunca –como escribió Schiller– no envejece. Sigue allí para quien tenga la capacidad de rescatar del olvido las luchas y los sueños de quienes nos precedieron. Y para alimentar, con esa memoria, nuestras propias razones para estar y golpear juntos. Contra el miedo, y por la libertad.

Gerardo Pisarello y Jaume Asens
Juristas y autores del libro ‘No hay derecho (s): la ilegalidad del poder en tiempos de crisis’ (Ed. Icaria, 2012)
Público.es 
http://blogs.publico.es/no-hay-derecho/2013/04/22/resistir-al-miedo-golpear-juntos/

lunes, 15 de abril de 2013

Desmontando tópicos

La fundación BBVA acaba de presentar los primeros resultados de un Estudio Internacional: “Values and Worldviews Valores políticos-económicos y la crisis económica” (1) realizado en diez estados de la Unión Europea: Alemania, Dinamarca, España, Francia, Italia, Países Bajos, Polonia, Reino Unido, República Checa, y Suecia, en base a 15.000 encuestas a personas mayores de 18 años realizadas entre noviembre de 2012 y enero de 2013.

Dicho estudio comparativo resulta muy ilustrativo para desmontar ciertos tópicos que los medios de comunicación nos hacen creer de manera reiterada, hasta el extremo de que incluso en las conversaciones y debates de los activistas se repiten de manera inconsciente. Me estoy refiriendo a tópicos del estilo de que “la gente no es consciente”, o “la gente no se mueve”, y cosas por el estilo, dichas muchas veces sin fundamento alguno.
 
En este estudio, de cuya fiabilidad profesional no hay en principio motivos para dudar, teniendo en cuenta que muchas de sus conclusiones van en la dirección contraria a los planteamientos de la entidad que ha pagado el estudio, se descubre, por ejemplo, que los ciudadanos del estado español son los más anticapitalistas del conjunto de los estados analizados. Y, como este descubrimiento, podemos mencionar otros muchos de interés a la hora de realizar análisis de nuestra realidad cercana.
 
Tengamos en cuenta que entre los países estudiados no se encuentran otros castigados por la crisis, como Grecia o Portugal, que seguramente harían variar en algún puesto la “clasificación” de nuestro país; pero lo importante es que, sea el primero o tercero, los datos revelan una conciencia elevada respecto del funcionamiento de las instituciones políticas y económicas, así como el cuestionamiento de muchas de las medidas adoptadas por ellas. O sea, que no somos tan ignorantes como nos quieren hacer creer. Otra cosa es que no seamos espabilados, y consintamos que una minoría nos gobierne en contra de la voluntad mayoritaria; pero eso es otro asunto.
 
En la exposición que se hace a continuación, me referiré siempre a los resultados de la muestra de los ciudadanos del estado español, figurando entre paréntesis el resultado del conjunto de los 10 países analizados, para facilitar la comparación. Dado que los resultados totales están al alcance de cualquier persona interesada, y para no cargar la exposición, sólo cuando merezca la pena mencionaré el dato de algún país concreto.
 
Y para terminar esta introducción, aclarar que unos indicadores vienen en % de la población que está de acuerdo o en contra de determinada propuesta, y en otros casos se trata de la nota media, de 0 a 10, que se otorga a determinada frase o valoración. Veamos los resultados.
 
En lo relativo a señalar los diferentes responsables que nos han llevado a la actual crisis, un 94,5% (89,4%) considera que los bancos tienen mucha o bastante responsabilidad; el 95,3% (88,6%) los políticos; un 90,9% (86,5%) los gobiernos; un 81,4% (80,2%) atribuye también mucha o bastante responsabilidad a los dirigentes de la UE, el BCE 81% (75,6%), el FMI 72,7% (67,7%) y los empresarios el 68,7% (63,4%). Por el contrario sólo el 24,9% (29%) considera que los ciudadanos han tenido mucha o bastante responsabilidad en la crisis (o sea que no ha calado mucho eso de que “hemos vivido por encima de nuestras posibilidades”).
 
Como medidas para salir de la crisis, sólo un 21% (39%) está de acuerdo con la política de recortes, frente al 58,7% (40,3%) que apoya un aumento del gasto, en particular en Sanidad 78% (67%), atención a mayores 73% (59%), Educación 65% (53%) o protección a los parados 69% (41%). Por el contrario sólo el 12% (15%) propone aumentar el gasto en Defensa, frente al 40,3% (33,5%) que propone disminuirlos.
En una escala del 0 al 10, la propuesta de regular los bancos recibe una valoración de 8,5 (7,8) y el subir impuestos a los que más ganan 7,1 (4,7). Las medidas neoliberales como reducir funcionarios se valora en un 5,9 (6,5), flexibilizar el mercado de trabajo 4,9 (6,2). Pero aportar capital a los bancos con problemas sólo obtiene una nota de 1,9 (3,5). Hay una corriente de opinión contraria a las medidas impulsadas por la UE y el gobierno nacional, y el neoliberalismo parece haber calado poco; en cualquier caso menos que el conjunto de los países analizados.
 
En lo referente a la moneda única, en los países que no pertenecen a ella se valora muy alto el beneficio por esta no pertenencia (7,8 en Suecia, 7,5 en Dinamarca y 7,3 en Reino Unido sobre 10). En los países del euro se puntúa bajo los beneficios de esta pertenencia, destacando nuestro país con un 3,6 frente a un 4,5 en Alemania y un 5,3 en los Países Bajos. Sin embargo la posibilidad de abandonar el euro en el estado español recibe una puntuación de 3,8 sobre 10, frente a 4,5 en Alemania o Italia. También en el plano europeo, el 54,6% de la población (60,2%) considera que los países deben tener más autoridad que la UE, frente al 38% (33,4%) que sugiere más autoridad de la UE frente a los países. El desapego al euro y las instituciones europeas parece patente, pese a la incertidumbre que puede suscitar una vuelta a las monedas nacionales.
 
En lo referente a la política económica y el papel que debería tener el estado en su funcionamiento, hay también datos reveladores. La economía de mercado obtiene un 5,2 (6,1) de identificación sobre 10, y se la considera como causa de desigualdad 6,6 (6). El control estatal sobre la economía se valora en 7,1 (6,8), lo que se corresponde con el % de ciudadanos que dan mucha importancia a la participación del estado en la sanidad 85,8% (65%), las pensiones 85,2% (62%), el control a los bancos 77,5% (55,9%), los precios 64,8% (44,8%), vivienda 72,3% (44,1%) o la protección al desempleo 74,6% (38,6%). Incluso un 80,5% (66,2%) declaran preferir sistemas públicos de Seguridad Social frente a los privados, aunque ello conllevase subidas de impuestos. De nuevo nos encontramos con sólidas opiniones contrarias al neoliberalismo.
 
En lo referente a la política y sus instituciones, la valoración del funcionamiento de la democracia obtiene una puntuación de 3,6 en una escala del 0 al 10; la confianza en el ejército merece un 4,9 (6), los tribunales un 4,3 (5,5), el FMI un 3,4 (4,5), el BCE un 3,1 (4,3), el gobierno un 2,8 (4,1), los bancos un 2,3 (4), y las instituciones religiosas un 3,4 (4,5).
 
Es muy baja la valoración que se hace de los sindicatos, el 2,8 (4,6) sobre 10, lo mismo que de los partidos políticos, un 2 (3,3). Coincide esta valoración con la baja afiliación a un tipo u otro de organizaciones, menor que la media de los 10 países analizados. Sin embargo un 44,3% (41,8%) manifiesta sentir simpatía por algún partido político, y la capacidad que se atribuye al voto para influir en el gobierno es valorada con un 6,3 (6,3) sobre 10. A pesar del descrédito de las instituciones, todavía existe una corriente importante que valora las posibilidades que ofrecen para influir en la acción política.
 
Es significativo el posicionamiento de los ciudadanos del estado español en algunos valores ideológicos como el pacifismo, que merece un 5,9 (4,7) de identificación en una escala también de 0 a 10. El socialismo merece una identificación del 3,9 (3,9) y el capitalismo sólo un 2,3 (3,1). Somos anticapitalistas, y el socialismo no suscita en estos momentos una simpatía mayoritaria.
 
Existe un apartado muy interesante dedicado a la participación política y social de los ciudadanos. El 42,7% declara haber participado en alguna actividad pública en los últimos 12 meses (frente al 41,9 del conjunto de los 10 países), el 23,2% (10,3%) en alguna manifestación y el 20,6 (7,6%) en alguna huelga.
Respecto al uso de la red en las convocatorias y participación en movilizaciones, el 16,8% (21,2%) declaran haber usado la red para estas actividades; el 8,7% (7,2%) se comunicó a través de SMS y el 6,7% (4,2%) dice haber participado en manifestaciones convocadas a través Internet mediante correo electrónico o red social. En las diversas campañas de boicot relacionadas con el consumo, participó el 8,9% (15,1%). Sin duda que estos resultados deberían tener utilidad a la hora de no despreciar ninguno de los medios de difusión de las convocatorias, en particular de los más tradicionales, pues la red sigue siendo minoritaria.
 
A modo de comentario final, podríamos destacar la enorme falta de legitimidad con la que actúa el gobierno, contra el sentir mayoritario de una población que no comparte las líneas generales ni concretas de su actuación. Pese al pensamiento único que divulgan unos medios de comunicación sufragados por el gran capital, la población tiene otros valores y opiniones de lo que pasa y de lo que habría que hacer. Aunque el poder de adoctrinamiento de estos medios se revela limitado, ejercen una influencia muy dañina al crearnos la sensación de que todo el mundo piensa y actúa como ellos, debilitando la participación y unidad popular. No olvidemos que el actual partido en el poder sólo cuenta con un 30% de respaldo electoral, que obtuvo menos votos que en 2008 y que su mayoría absoluta se sustenta en una ley electoral injusta, y en el derrumbe de otras opciones que traicionaron a su electorado, pues su actuación tampoco sintoniza con esta corriente de opinión mayoritaria que refleja este estudio.
 
No somos tan ignorantes como nos pintan, aunque todavía nos falta espabilar para conseguir trasladar esta conciencia colectiva a la realidad política e institucional de nuestro país.
 
 
Pedro Casas. Activista vecinal y miembro del Ateneo Republicano de Carabanchel
Kaos en la Red

sábado, 13 de abril de 2013

14 de abril

 
14 de abril
Salud!

Escraches: la democracia que nos han robado

Los derechos siempre se ganan o se pierden en el pulso político. Y una forma clara de ese pulso, hoy, son los escraches.

"Si un perro flauta me acosa por la calle, le arranco la cabeza", dice un diputado del PP. Si por molestarte en la calle mereces ver tu cabeza arrancada del tronco, ¿cuál es la pena proporcional por dejarte sin trabajo? ¿Y por no poder pagar el colegio de tus hijos? ¿Y por perder la casa en la que has metido todos tus ahorros durante los últimos diez años?¿Y por endeudarte de por vida aunque además hayas perdido la casa? ¿Y por perder el acceso a la sanidad, a la universidad, a una pensión, al seguro de desempleo?

Los que dieron el golpe de Estado en 1936 dijeron que los movió el amor a España. Pero de España, como dijo Franco, les sobraba la mitad de los ciudadanos. Que eran españoles. Que están todavía enterrados en zanjas y cunetas. Desde la patronal nos dijeron que nos fuéramos a trabajar a Laponia. Una parte importante de los jóvenes le ha tenido que hacer caso. Los de siempre. Nunca han existido dos Españas. Eso siempre ha sido una mentira. Hay una España mayoritaria y una minoritaria con mucho poder, capaz de acercar a su bando a una parte de la mayoría. El miedo hace el resto. En la España de ellos siempre están los mismos. Desde los Reyes Católicos y su Inquisición. Por eso, el PP no necesita arrancarle la cabeza a los últimos que pusieron el miedo en su bando. Están ahí, hechas tierra y vergüenza para nuestra democracia. 

El poder, sobre todo, posee eficaces herramientas para amedrentar a una parte importante de la ciudadanía. Medios de comunicación, iglesias, puestos de trabajo, presencia social, ritos, cultura y el Hola. Un diputado dice que no le tiembla la mano para volver a ejecutar disidentes. Antes eran rojos. Ahora, como ya no hay Unión Soviética, son perros flauta. El miedo, y los nombres, siempre los han administrado ellos. Y exhumar asesinados, expropiar unos carritos de la compra, decirles en el portal de su casa que nos están arruinando la vida y la del futuro, cuestionar la monarquía o recordarles que están robándose el país que dicen que aman, les hace caer en una angustia existencial, propia de quien nunca ha tenido la sensación de sobrar en ningún lado. 

La dureza de la respuesta del PP a los escraches es muy lógica. La derecha entiende siempre muy rápido las cosas del poder. La legitimidad del sistema político español está en cuestión. Cuando los esclavos dejan de interiorizar su condición, el amo ya no puede dormir tranquilo. El PP lo sabe: lo que ayer era permitido, ahora no lo es. Aunque lo sigan diciendo las leyes. Habían puesto al mismo nivel cosas que no se pertenecen. La Constitución, las leyes, los jueces, los policías y el portero de su casa les saludaban como personas importantes. Pero han surgido nuevas preguntas. ¿Por qué no permitimos un diputado que defienda la pederastia o la ejecución de las minorías o la lapidación de las herejes o adúlteras —lo perseguiríamos hasta debajo de las piedras, porque la democracia tiene derecho a defenderse—, pero permitimos un diputado que esté a favor de los desahucios? Ese es el cambio. Y es lo que les pone de los nervios. Es una lucha política. Si podemos perseguir a los que roban nuestra tranquilidad, están en peligro. Estamos escribiendo nuevas reglas del juego. Y los que siempre han sido dueños del tablero se asustan. 

Los escraches son reformismo. Pero hasta el reformismo asusta. De ahí la ridiculez de comparar escraches y terrorismo. Recuerdan Pisarello y Asens que "los escraches son una acción informativa, que se ha de hacer "de manera totalmente pacífica" y sin "importunar a los vecinos". También se estipula que deben realizarse en días laborables y en horario escolar, de modo que los niños nunca sean interpelados. Los casos personales se intentarán explicar sin insultos ni amenazas. Se evitarán ruidos o molestias innecesarios y se procurará ser amables con quienes trabajan en comercios y con los transeúntes. No todas las antiguas reglas han perdido su sentido. Sólo aquellas que únicamente sirven a unas minorías privilegiadas. Pero la situación política está tan podrida que hasta las reglas mínimas de la democracia les están sobrando.

El escrache es una forma de desobediencia civil. Cumple las tres reglas que marcó Habermas para que sea tal y no caiga en otras formas de desobediencia que carecen de legitimidad: son pacíficas, lo que se reclama tiene carácter universal —no se reclama en exclusiva para uno mismo, sino para todos— y se está dispuesto a asumir las consecuencias de los propios actos. La desobediencia civil es una válvula de seguridad democrática. Surge cuando las demandas sociales van por delante de las leyes y del comportamiento político institucional. Las leyes que ayer nacieron para defender a los políticos del acoso de los monarcas absolutos -inviolabilidad, inmunidad, fueros especiales- se han convertido hoy en formas de privilegio. Si en España tuviéramos una Constitución como la alemana, hace tiempo que el Tribunal Constitucional tendría que haber llamado al derecho de resistencia o habría declarado fuera de la Constitución a, cuando menos, los dos últimos gobiernos del Reino de España. ¿Por qué los jueces son tan solícitos para algunas cuestiones y, en cambio, han tolerado la ruina del país consumada por Zapatero y Rajoy? ¿No cabría situar en la inconstitucionalidad a dos partidos, PSOE y PP, que han dinamitado el carácter social de nuestro país recogido en el artículo 1 de la Constitución?

Escribía en otro lugar que vemos con pasmo que lo que estaba prohibido, ahora está permitido —sueldos desorbitados, sacar dinero del país, vaciar instituciones, usar información privilegiada—, y que lo que estaba permitido —derecho a manifestación, libertad de expresión, derecho de reunión— están, de facto, prohibidos. Vemos que desaparecen las garantías de reparto de la riqueza social y aumentan las desigualdades; que los políticos que gestionan la transferencia de renta desde las clases medias y bajas a los ricos tienen la llave de la puerta giratoria que les permite un futuro cómodo en las grandes empresas; que cualquier tipo de protesta pasa a ser criminalizada por esos políticos que están gestionando ese robo de los de abajo hacia los de arriba (llevando a suelo patrio lo que antes se hacía entre continentes). "Por la mitad de lo que estos están haciendo yo me he pasado diez años en la cárcel", dice el bróker de Wall Street, la película de Oliver Stone, viendo a nuestros actuales dirigentes. Y eso que no sabía ni lo de la Infanta, ni lo del coche en el garaje de Ana Mato, ni lo de la escritora fantasma de Mulas, ni lo de los sobres del PP. Cuando lo ilegítimo se convierte en legal, nace el momento de la desobediencia. En América Latina se preguntan a qué está esperando Europa.

Los escraches son nuevas reglas del juego para una nueva partida democrática. Y tienen la misma oposición que en su día tuvo el sufragio universal, el derecho a huelga o a manifestación. El escrache es un diálogo directo con los "mandatarios" que se convierten otra vez, gracias a ese acto de diálogo forzado, en "mandatados". Que es lo que siempre han sido, aunque el abandono de la conciencia democrática le dio la vuelta a los papeles. Los escraches tenemos que entenderlos como la actualización en el siglo XXI de la rendición de cuentas democrática, de la exigencia del cumplimiento cabal de los programas electorales (o la convocatoria de nuevos comicios), de la reclamación de comportamientos acordes con la soberanía popular, de la renovación de la construcción de la voluntad popular más allá de la distancia que marcan los partidos, de la reivindicación de la honestidad en el ejercicio de los cargos públicos.

Déjenme repetirlo: los escraches son el penúltimo intento amable de un pueblo que quiere hacerse escuchar. Con los escraches, el escenario, en cualquier caso, se clarifica: los diputados que no soporten la cercanía de los electores, que se marchen. En democracia, es el pueblo el que manda. Aunque expresarnos así parece devolvernos a un lenguaje que se hablaba en tiempos arcaicos. ¿Quieren seguir manteniendo los políticos la impunidad? ¿Quieren trabajar para otro señor que no es el pueblo y que nadie les demande por su traición? ¿Va a convertirse la política en un negocio paralelo al desmantelamiento de los sistemas de previsión social?
La salida fácil es decir que los escraches son una forma de amedrantamiento que pertenece a los regímenes fascistas. Se equivocan. Las tensiones entre sectores sociales pertenecen a todos los regímenes que mantienen desigualdades. ¿Quién sin que se le caiga la cara de vergüenza va a defender que un escrache es más violento que un desahucio, que un despido, que un corralito, que el cierre de la universidad y las urgencias, que una mentira electoral, que las machadas de los antidisturbios, que las multas por ejercer la democracia? 

Los que están en contra de los escraches son los que están a favor de otras formas de protesta que ya no cambian nada. El mismo diputado del PP que vota en contra de la ILP, es decir, el mismo diputado que construye "fascismo social" expulsando de la ciudadanía a una parte importante de los españoles y españolas, dice que los escraches se emparentan con las señales pintadas por los nazis en las tiendas de los judíos. Es al revés: son ellos los que nos cuelgan la estrella en el pecho negándonos el sustento, la vivienda, la salud. Esa democracia que defienden sólo existe en sus discursos. Hace tiempo que se ha ido. 

Igual que Israel se comporta con los palestinos con maneras de nazis, el neoliberalismo está haciendo de nuestros países un enorme campo de concentración enmascarado en formas democráticas. Una queja que no es oída no tiene efectos democráticos. Por eso los escraches están devolviendo la democracia perdida o quizá, incluso, están permitiendo el advenimiento de la democracia que nunca hemos tenido. La democracia se gana siempre en la confrontación. Por eso dijo Fraga que la calle era suya. Los derechos siempre se ganan o se pierden en el pulso político. Y una forma clara de ese pulso, hoy, son los escraches. Es normal que el PSOE, el PP, UPYD, CIU o el PNV estén en contra. Tan evidente como que hay que regresar a los lugares donde nacieron los partidos. A la calle. Los escraches ya han empezado a marcar el camino.

Juan Carlos Monedero es  profesor de ciencia política en la Universidad Complutense

 

Derechos 0 - Beneficencia 1. Sobre la responsabilidad por la injusticia

Hace unos días, el cardenal Bergoglio, ya elegido Papa, exclamaba que le gustaría una iglesia católica para los pobres. No es una frase nueva en la tradición católica, ni tampoco en otras tradiciones confesionales, políticas y éticas. Aunque pareciera que este lenguaje había pasado de moda. Las primeras entrevistas a personas que conocían al cardenal argentino hablaban de sus obras de caridad, de sus visitas a los suburbios, de su opción por los pobres… Quienes se han tomado alguna vez en serio esta cuestión político-práctica que son las desigualdades, y, en concreto, las estructuras que generan desigualdades, saben que una cosa son las palabras, o los gestos (por importantes que sean), y otra los fundamentos de estas palabras y las implicaciones que se está dispuesto a aceptar al llevar a la práctica las palabras. Para que se entienda: hay quien ha sido asesinado, torturado, vejado… por comprometerse en lucha contra las causas flagrantes de las desigualdades y de sus consecuencias sobre las personas.

La pregunta importante es qué significa “la opción por los pobres”. Distintas opciones políticas, morales y teológicas coinciden en las palabras, pero no en lo que quieren decir con ellas y en las transformaciones que aceptarían como deseables. No se ha de olvidar que dentro de la tradición católica la teología de la liberación ha tenido como prioridad fundamental la opción por los pobres. Opción compartida en parte por movimientos sociales y políticos que plantean como prioridad poner remedio a las desigualdades económicas. Sin embargo, la teología de la liberación (es decir, sus fundamentos y sus implicaciones prácticas) ha sido intensamente rechazada por buena parte de la jerarquía católica y por los sectores más conservadores. Pero estos sectores conservadores también han rechazado, cuando no perseguido y asesinado, a otra gente que sin saber si se guiaban por teologías, ideales políticos o por pura vergüenza ante la injusticia, denunciaban los abusos y se posicionan contra ellos.

Como decía, la frase “la opción por los pobres” puede significar cosas muy distintas. Para unos, la “opción por los pobres” convertida en campaña publicitaria se asemeja al eslogan “ponga un pobre en su mesa” que Berlanga retrató en Plácido. Como recordarán, la película satiriza esta concepción y práctica de la beneficencia: el pobre sería un presente en la mesa de los privilegiados. Como buen pobre, no se le permitiría protestar, enojarse, rebelarse o proponer y buscar estructuras sociales, políticas y económicas más equitativas. En este modelo, el pobre ha de ser un pobre sumisamente agradecido: un buen pobre.

Para otros, la beneficencia es una opción deseable ya que estimula la generosidad de los particulares. Este modelo está en auge. La destrucción de los sistemas de protección social, el debilitamiento del contenido social de las fuerzas políticas de izquierdas asentadas en las estructuras formales y la expansión de la ideología que se resume en el “que cada palo aguante su vela”, han contribuido al auge de una beneficencia conservadora.

Esta beneficencia se caracteriza por preservar las desigualdades y, por ellos, los privilegios existentes. Es lo contrario a tomarse en serio los contenidos sociales y democráticos del estado y las condiciones de materialización de los mismos. La beneficencia es esencialmente anti-igualitaria, atenta en muchas ocasiones contra la dignidad de la persona que ha sido colocada en situación de pobreza y es perfectamente compatible con estructuras económicas, políticas y jurídicas generadoras de desigualdades.

La “opción por los pobres” puede significar esto: proteger el modelo y sus injusticas, pero buscar paliativos que en las situaciones extremas eviten el desagradable espectáculo de la pobreza de solemnidad. Este modelo suele verse acompañado por la abundancia de exclamaciones del tipo “hay que ver” y se extiende un discurso de los valores que bajo la expresión “faltan valores” omite que los valores se entroncan con las estructuras económicas e ideológicas. Este uso de la noción de los valores no se plantea políticamente que estos tienen una relación simbiótica con las estructuras económicas y materiales que condicionan la vida de la gente.

Cuando se plantea en serio la cuestión de responsabilidad personal y colectiva en relación a las desigualdades, hay que plantear, como señalaba con fuerza Thomas Merton hace ya bastante tiempo (monje trapense fallecido en 1968): “No basta con una ética de las buenas intenciones subjetivas. Esta ética ha sido juzgada y hallada en falta. ¡Tenemos que volver a enfocar la mirada hacia los resultados objetivos de nuestras decisiones!”, (En Conjeturas de un espectador culpable, Sal Terrae, 2011).

La responsabilidad personal, en ocasiones pensada y vivida como compromiso, no debería desligarse de la proyección de la acción política colectiva. Desde hace unos años, potentados como Bill Gates y Warren Buffet, dos de las mayores fortunas del mundo, impulsan el proyecto Giving Pledge. Con esta iniciativa se pretende que personas y familias multimillonarias destinen una parte de su fortuna a acciones filantrópicas, siendo posible hacer la donación en vida o al morir. Esta iniciativa no dejaría de ser una anécdota si no fuera porque, tal como yo lo veo, abunda en la tendencia señalada: diluir y disimular el carácter político de las estructuras económicas, jurídicas y sociales que generan pobreza. Ideas como el Giving Pledge, ¿van a estar acompañadas por la exigencia a estas personas y familias de rechazar aquellos beneficios que provengan de la explotación de los trabajadores, de la destrucción del medio ambiente, de la vulneración de los estándares de los derechos humanos a nivel internacional, de la comercialización de armamento, de la evasión fiscal mediante actuaciones de ingeniería financiera o de la especulación financiera?

Iris Marion Young murió antes de poder acabar su último libro: La responsabilidad por la justicia (Morata, 2011). Una amiga suya lo preparó para la edición. Young se planteó en este libro una pregunta clásica que ha recuperado su actualidad: ¿Cómo deberíamos pensar sobre nuestra propia responsabilidad en relación a la injusticia social? Young explica cómo desde los años 80 del siglo pasado se extendió la idea según la cual las causas de la pobreza había que buscarlas básicamente en la irresponsabilidad de los pobres. Young contradijo en profundidad esta teoría y llegó a conclusiones que son aplicables al momento actual:

-  Se ha instaurado una “irresponsabilidad privilegiada sistémica” que perjudica a millones de personas (por ejemplo, personas con poder en las grandes instituciones toman decisiones que afectan a millones de personas). La irresponsabilidad de unos se legaliza y determinadas instancias quedan desresponsabilizadas, mientras se tacha de irresponsables a los que quedan marginalizados.

-  Hemos perdido la convicción de que los problemas y desventajas sociales se pueden mejorar a través de la acción colectiva. Cuanto menos confianza tenemos en nuestro propio compromiso político y democrático, más exigimos a los demás.

-  El sistema capitalista global produce injusticias estructurales de privación material de millones de personas con insuficientes o ningún medio de subsistencia, y somete a la mayor parte de estas personas a la dominación a través de la coacción económica: “Por cada injusticia estructural hay un alineamiento de entidades poderosas cuyos intereses están servidos por esas estructuras”.

En un momento en que se incrementan las desigualdades, la beneficencia no es la solución ya que conserva e incrementa las desigualdades, no les pone remedio. El compromiso personal ha de verse conjugado con la responsabilidad colectiva a favor de estructuras que favorezcan la igualdad entre las personas, sin que esto suponga la anulación de la responsabilidad personal por la propia vida.

Antonio Madrid Pérez
Mientras Tanto

viernes, 5 de abril de 2013

La criminalización de la PAH: cuando el que ‘escracha’ es el poder

El intento del Partido Popular de vincular a la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) con ETA y con el nazismo ha resultado un fracaso. La operación ha sido tan burda que ni siquiera ha conseguido convencer a algunos aliados usuales en estas campañas de miedo y orden. Estos sectores se han mostrado dispuestos a discutir sobre las “líneas rojas” que ninguna protesta social debería traspasar. Pero se han negado a aceptar que cualquier protesta incómoda pueda hacerse pasar sin más por coacción, violencia, o peor, terrorismo. Esta reacción puede considerarse uno de los grandes éxitos de la PAH: haber conseguido que el ‘escrache’  del poder contra las familias desahuciadas y endeudadas aparezca como un peligro más temible que el que se intenta atribuir a estas últimas. Con todo, no se trata de un triunfo definitivo. Por un lado, porque a pesar del rechazo de las tesis del gobierno, existe un sector social significativo que considera que el ‘escrache’ o señalamiento público es un error. Que se trata de un ejercicio inadmisible de coacción sobre cargos electos que abre las puertas a  prácticas que serían difíciles de justificar en otros casos. Por otro, porque la alianza entre poder político y poder económico-financiero que ha perpetrado la estafa de las últimas décadas está cada vez más deslegitimada, pero conserva espacios decisivos de poder. Y ha quedado claro que los utilizará sin miramientos para desplazar la atención o para criminalizar cualquier reclamo que considere amenazador. 

Los ‘escraches’ de la PAH como legítimo ejercicio de la libertad de crítica
Se ha dicho mucho en la última semana acerca de la legitimidad del ‘escrache’. Pero a menudo se ha tratado de un juicio abstracto, que prescinde tanto de las razones de la PAH como del contexto concreto que lo origina. Como es sabido, esta modalidad de protesta nació en Argentina con un doble objetivo. Por un lado, dar respuesta a la falta de actuación estatal en el esclarecimiento de los crímenes cometidos durante la dictadura. Por otro, hacer visibles en el espacio público a quienes, beneficiándose de dicha impunidad, pretendían pasar inadvertidos. Si se compara la situación argentina con la española, se detectan diferencias evidentes. Parece excesivo, por ejemplo, comparar las desapariciones y asesinatos masivos provocados por la dictadura argentina con el “genocidio financiero” simbólicamente denunciado por la PAH. Del mismo modo, puede resultar desmedido equiparar a los responsables de crímenes de lesa humanidad con los miembros de un gobierno o de un grupo parlamentario que se niega a aprobar una iniciativa legislativa popular
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Dicho esto, las similitudes tampoco pueden minimizarse. A diferencia de Argentina, es verdad, el caso español no admite hablar de “genocidio”. Pero sí de una vulneración generalizada y persistente de derechos que no puede equipararse a un reclamo de privilegios o a un capricho aislado. En el origen del escrache convocado por la PAH hay una situación objetiva de violación de derechos fundamentales que no perjudica a un grupo restringido de personas, sino a miles de familias. Muchas de ellas han sido víctimas de prácticas que, según la ONU y el Tribunal de Luxemburgo, habrían hecho las delicias de Gobseck, aquel personaje de palidez lunar en el que Balzac inmortalizara a todos los usureros del mundo. Muchas de ellas, también, han perdido sus casas, han tenido que cargar con deudas inasumibles y se han visto expuestas, junto a sus hijos, a actuaciones vejatorias que incluyen el acoso y la amenaza de las entidades financieras y la violencia policial. En ocasiones, estas actuaciones han generado en las víctimas enfermedades graves o las han inducido al suicidio. Es cuando menos banal, pues, situar los escraches contra la estafa inmobiliaria al mismo nivel que otras como las protestas contra la prohibición de las corridas de toros o de las drogas. Unas y otras, en efecto, son legítimas. Pero solo en el primer caso se está ante una situación de ilegalidad estructural, de vulneración generalizada y persistente de derechos básicos. 

El juicio sobre el escrache tampoco puede obviar la sostenida inacción y falta de respuesta por parte de los principales poderes del Estado. A diferencia de otros movimientos de desobediencia civil, la PAH ha agotado prácticamente todas las instancias institucionales en busca de una solución concreta al drama de las personas afectadas. Ha llevado sus demandas a defensorías del pueblo y tribunales ordinarios. Ha conseguido mociones favorables de decenas de ayuntamientos. Ha impulsado negociaciones con todas las entidades financieras. Sin embargo, una y otra vez se ha topado con la inacción o el bloqueo de los órganos con mayor capacidad para decidir: el gobierno, el parlamento y el propio Tribunal constitucional (cuya pobre actuación en la materia sería en parte corregida por el Tribunal de Luxemburgo). Cuando por fin la PAH se decidió a encabezar una iniciativa legislativa popular (ILP) contra los desalojos, en defensa de la dación en pago retroactiva y del alquiler social, los obstáculos no fueron menores. A pesar de ello, consiguió más de un millón y medio de firmas y forzó a un PP reticente a admitir a trámite su propuesta. Dicha admisión, con todo, no supuso una súbita conversión del gobierno. En todo momento, este mostró que no estaba dispuesto a torcer su política favorable a las entidades financieras (puesta de manifiesto, ya, con el impulso de un Código de Buena Conducta basado en la autorregulación de la banca o con la creación del llamado Banco Malo). Por el contrario, a poco de admitida a trámite la ILP, aceleró, con el apoyo de UPyD, una drástica reforma en materia de arrendamientos urbanos que condena a la indefensión y al desalojo a quienes (mal)viven del alquiler.   

Es en este contexto, justamente,  en el que la PAH se planteó recurrir al ejemplo utilizado por los HIJOS argentinos para contrarrestar la impunidad de los crímenes de la dictadura. Para ello, propuso llevar adelante una campaña de señalamiento público de los diputados que desvirtuaran el contenido de su “propuesta de mínimos”. La idea era arriesgada, pero no carecía de lógica. Los diputados y senadores, incluidos los del PP, tienen buena cuota de responsabilidad en la falta de respuesta a una situación de vulneración estructural de derechos constatada por órganos locales y por distintas instancias internacionales. Después de todo, son los que han producido y los que mantienen las reglas que hacen posible dicha situación. Sin embargo, apenas responden por estas violaciones a título individual. Amparados en la disciplina de partido, viven en un confortable anonimato decisorio. La inmensa mayoría de la población no conoce sus nombres ni cómo votan. Las protestas ciudadanas no los afectan en términos personales. Y a diferencia de lo que ocurre en otros países, sus mandatos ni siquiera pueden ser revocados por la ciudadanía. 

Esta falta de responsabilidad individual, sumada a la existencia de una situación límite de vulneración de derechos, obliga a los cargos electos a soportar un escrutinio más severo que el resto de personas. Incluso fuera del parlamento. Muchas veces, este escrutinio incisivo, enérgico, es la única manera de sortear el bloqueo mediático y de informar y de hacer públicas actuaciones que de otro modo permanecerían ocultas o impunes. 

Así concebido, no hay muchas dudas de que el escrache está amparado por la libertad de crítica, de reunión y de manifestación. Esto no quiere decir, naturalmente, que no esté sujeto a límites. La violencia física, la intimidación grave y el insulto personal, por ejemplo, son actuaciones que no cuentan con cobertura legal. Pero ni los poderes públicos pueden invocar coacción y violencia cada vez que se los incomode, ni toda protesta ilegal merece el mismo reproche. La ONU y el Tribunal europeo de derechos humanos han insistido en este punto repetidamente. La libertad de expresión y manifestación no se limita a proteger la crítica educada o la que no molesta. Tutela también, y sobre todo, la que puede “ofender, resultar ingrata o perturbar”. Enviar correos electrónicos a un diputado, tocar el timbre de su casa para dejarle una carta o gritarle consignas hirientes, pero no estrictamente personales, sino con finalidades políticas, puede causar molestias. Pero forma parte de las cargas que ha de aceptar en un régimen que se pretenda democrático. Sobre todo, como se apuntaba antes, cuando: 
a) existe una vulneración grave y sistemática de derechos; 
b) los poderes públicos no han hecho el máximo de esfuerzos para dar una respuesta adecuada; y
c) quienes protestan son colectivos en situación de vulnerabilidad que carecen de fuerza para hacerse oír en el espacio público o que no pueden contrarrestar la capacidad de otros actores privados, como los bancos, para acosar efectivamente a las instituciones. 

Que el escrache, así concebido, pueda estar justificado, no quiere decir que no tenga que respetar la existencia otros derechos (a la intimidad o a la integridad física y moral, por ejemplo). Pero incluso si no lo hace, eso no autoriza, jurídicamente, a descargar sobre él cualquier sanción penal. Y menos aún a identificarlo con actos de terrorismo. Hay actuaciones violentas y coercitivas que, con el Código Penal en la mano, pueden ser una falta, pero no un delito (como arrojar una tarta o un huevo). O que pueden ser delitos, pero delitos leves o con atenuantes derivados, precisamente, de la situación límite de las propias víctimas. El escrache, así, puede aparecer como una medida extrema. Pero en términos jurídicos es una variante de la libertad de crítica, esencial para remover la impunidad de hechos potencialmente delictivos –como las estafas hipotecarias– y para asegurar la existencia de una esfera pública e informada. Como ocurre con todo acto de protesta, puede invadir otros derechos. Pero esto no torna admisible ni su demonización preventiva ni su criminalización indiscriminada. Estas respuestas punitivas, en realidad, son más peligrosas que el propio escrache, ya que comportan un uso arbitrario, no de cualquier poder, sino del poder represivo del Estado

La tosca respuesta criminalizadora del gobierno  

Si el intento de vincular a ETA a toda protesta social embarazosa suele ser un recurso burdo en la mayoría de contextos, en este caso generó especial rechazo. La actuación del gobierno fue rápidamente condenada por un comunicado firmado por el Observatorio DESC, la Federación de Asociación de Vecinos de Barcelona, la Comisión de Defensa del Colegio de Abogados, la organización cristiana Justicia y Paz, el Instituto de Derechos Humanos de Catalunya y otras organizaciones de defensa de los derechos humanos del resto del Estado. También la asociación Jueces para la Democracia (JpD) manifestó que resultaba “tremendamente censurable que se utilicen hechos tan dolorosos como los vinculados al fenómeno terrorista como fórmula para difamar gratuitamente a quienes expresan su disconformidad con la alarmante situación de los desalojos hipotecarios en nuestro país”. En su comunicado, JpD sostiene que “la situación de crispación en este ámbito resulta comprensible antes la existencia de datos objetivos como suicidios, multitud de dramas familiares e innumerables personas que han quedado en situación de marginación o exclusión social”. Como consecuencia de ello, emplaza al Gobierno a que aporte “soluciones a estos problemas, en lugar de dedicarse a descalificar a quienes los sufren y a quienes defienden sus derechos fundamentales”.

Lo llamativo del caso es que esta reacción crítica no se circunscribiría a sectores progresistas o activistas en defensa de derechos humanos. Como ya había ocurrido antes, cuando cerrajeros, policías y jueces se negaron a ejecutar desalojos, la PAH reclutó apoyos entre sectores inesperados. Las primeras en criticar las declaraciones de Cifuentes, de hecho, fueron las asociaciones de víctimas de ETA. La Asociación Catalana de Víctimas de Organizaciones Terroristas (ACVOT), por ejemplo, exigió la dimisión de Cifuentes al entender que sus declaraciones estaban “fuera de lugar” y que suponían una “falta de respeto” a las víctimas de la violencia de la organización terrorista. También el Sindicato Unificado de la Policía (SUP) se permitió discrepar con la zafia respuesta criminalizadora del gobierno. El disparador fue la instrucción que la Secretaría de Estado de Seguridad hizo llegar a las comisarías, por medio de la Dirección Adjunta Operativa de la Policía Nacional, ordenándoles identificar a quienes participaran en actos de hostigamiento a políticos. El portavoz del SUP, José María Benito, calificó de “barbaridad” la decisión gubernamental. En su opinión, la instrucción de Interior suponía “retorcer” la Ley de Seguridad Ciudadana. “Si no se está cometiendo ningún delito ni ninguna infracción administrativa –declaró Benito– identificar a los ciudadanos y proponerlos para sanción es hacer una lectura torticera”. Una lectura, según Benito, que podría conducir a identificaciones masivas “sin cobertura legal alguna”, colocando a los propios policías “a los pies del caballo”.

La inteligente autocontención de la PAH y la violencia del poder
Por ahora, este tipo de reticencias ha supuesto un freno al afán punitivo del gobierno. Pero nada indica que este vaya a abandonar su estrategia represiva. Hace poco, de hecho, el ministro de Justicia Alberto Ruiz-Gallardón ha impulsado una reforma del Código penal que facilita aún más la criminalización de la protesta. Junto a la inconstitucional cadena perpetua revisable, el gobierno se propone castigar la difusión de mensajes que inciten a la comisión de algún delito de alteración del orden público (como los que se envían por Twitter o cualquier red social). Asimismo, abre la vía a que formas de resistencia pasiva como la realizada por diferentes colectivos (como los Yayoflautas o Rodea el Congreso) puedan ser criminalizadas. Igualmente, se plantea suprimir las faltas y mantenerlas, en su caso, como delitos leves que generan antecedentes penales. Por si esto fuera poco, hace unos días la prensa ha filtrado el borrador de un anteproyecto de ley que prevé la pérdida de nacionalidad de las personas extranjeras por “razones imperativas de orden público o de seguridad o interés nacional”. Este tipo de anuncios apunta de manera especial a la PAH, ya que las familias de origen extranjero tienen en ella un papel importante. 

A pesar de esta ofensiva, sin embargo, no parece que el gobierno tenga sencillo imponer su agenda punitiva. Por una parte, porque sus políticas de recortes están afectando a algunos autores clave en su ejecución, comenzando por los jueces y la propia policía. Por otro, porque la cuestión hipotecaria no es una conspiración subversiva de izquierdistas. Es un problema objetivo, anclado en la esencia misma de la deudocracia. De hecho, afecta a gente que votó al propio Partido Popular y que incluso puede militar en sus filas. El 90% de apoyo ciudadano con el que, según una reciente encuesta de Metroscopia, cuenta la PAH, no podría explicarse de otro modo. 

Sumado a esto, hay que tener en cuenta que de todos los movimientos sociales nacidos en los últimos años, la PAH es posiblemente uno de los mejor articulados y más creativos. Su discurso en el plano jurídico, político y económico, o al menos el de algunos de sus portavoces, como Ada Colau, es sólido y altamente eficaz. Además, como bien apunta Guillermo Zapata, del colectivo Madrilonia, las campañas de la PAH han permitido a las familias afectadas salir de la desesperación, sentirse arropadas, adquirir visibilidad y convertir su rabia en organización. Y esto vale también para los escraches. De ahí que, contra lo que sostienen las voces más alarmistas, la mayoría de estas acciones suela exhibir un alto grado de articulación y de autocontención. Si se analizan, de hecho, los propios protocolos de la PAH en casos de escrache, lo primero que salta a la vista es la exquisita conciencia de los límite de la propia actuación y de los derechos de terceros en juego. 

De entrada, se recuerda que los escraches son una acción informativa, que se ha de hacer “de manera totalmente pacífica” y sin “importunar a los vecinos”. También se estipula que deben realizarse en días laborables y en horario escolar, de modo que los niños nunca sean interpelados. Los casos personales se intentarán explicar sin insultos ni amenazas. Se evitarán ruidos o molestias innecesarios y se procurará ser amables con quienes trabajan en comercios y con los transeúntes. Naturalmente, estas reglas pueden romperse. Pero cualquiera que haya asistido a las últimas acciones de la PAH puede dar cuenta del notable esfuerzo que sus miembros realizan para respetarlas y proteger a su colectivo. Lo cierto, en todo caso, es que este esfuerzo de autocontención contrasta abiertamente con falta de escrúpulos y con la violencia deliberada exhibida por las entidades financieras y por sus aliados institucionales. Por eso la consigna de que habría que “escrachar a los escrachadores”, en boca de tantos tertulianos, resulta tan miserable. Porque pretende equiparar a las víctimas con los victimarios. A quienes no tienen más armas que su dignidad con quienes, cegados por i subiti guadagni, por los rápidos beneficios en moneda, tendrían un lugar seguro en el infierno del Dante. 

Gerardo Pisarello es profesor de derecho constitucional y miembro del Comité de Redacción de SinPermiso. Jaume Asens es miembro de la Comisión de Defensa del Colegio de Abogados de Barcelona. Ambos forman parte del Observatorio de Derechos Económicos Sociales y Culturales.  
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